martes, 22 de febrero de 2011

Lugar desconocido #6: La Victoria

¿Qué es lo “más bajo” a lo que puede llegar un ser humano? Sin duda, después de visitar mi lugar desconocido de la semana pasada, diría que la privación de la libertad. Si alguien que vive bajo su propio techo o transita libremente por las calles, y por los problemas laborales, o económicos, o sentimentales, piensa que “ha tocado fondo”, debería darse una vueltecita por la cárcel de La Victoria.

EL POR QUE

Desde hace tiempo había declarado visitar La Victoria. No lo había escrito en ningún papel ni en ninguna lista de metas, pero estaba escrito desde hace años en mi corazón. Para cuando yo tenía 14 años, un inocente estuvo preso en esa misma cárcel, y por mi juventud, nunca pude visitarlo. El ya no está en la cárcel; hace tiempo fue liberado, no sólo porque salió de ese lugar, sino porque ya no está atado a nada de este mundo. De una manera casi inconsciente, me prometí que algún día visitaría el lugar donde él estuvo.

Por una coincidencia, de esas que en realidad no son coincidencias, la señora que me sirve en mi casa, a quien más que un servicio, considero mi amiga, tiene un sobrino preso en La Victoria, a quien fielmente visita todos los miércoles. Ese era mi puente para cumplir mi inconsciente promesa. Todas las semanas le decía –“para la próxima, voy contigo”. Pero varias semanas pasaron y nunca sacaba el tiempo, hasta que la semana pasada, a pesar de no poder tomarme la mañana entera para eso, escogí soltarlo todo y hacerlo de una vez por todas. Me puse unos jeans, un polo-shirt corriente y cero prendas para no llamar la atención, y unos tenis para estar cómoda. Lo último fue un error.

LA FILA

Éramos cuatro mujeres. Tres hermanas, entre ellas la madre del preso, y yo. Llegamos a los predios de La Victoria a eso de las 10 AM, y mientras buscaba donde estacionarme, no pude evitar notar la larga fila de mujeres esperando para entrar. Al ver la fila, me pregunté si en la cárcel de mujeres, la fila es tan sólo de hombres. Pensé que saldríamos de noche de allí, pero mis compañeras de viaje me dijeron que no me preocupara, que la fila avanzaba rápido. Su experiencia no era improvisada, pues así mismo fue.

En la fila pude apreciar todo tipo de mujeres. Mujeres como mis acompañantes, que iban a visitar a un familiar, jóvenes, mayores, evangélicas, católicas, bonitas, feas, gordas y flacas; y también otras de un tipo que en el momento no pude definir, hasta que mis compañeras me aclararon que no todas las mujeres en la fila tenían necesariamente un ser querido en la cárcel. Eran mujeres de la calle que aparentemente descubrieron que “buscarse la vida” visitando la cárcel de hombres era mucho más productivo que hacerlo en las calles. Todas, a su manera y de acuerdo a su nivel social, acicaladas, con sandalias que dejaban ver sus uñas arregladas de salón. Unos minutos más tarde descubrí por qué.

Las religiosas, fueran evangélicas o católicas, vestidas con faldas largas y algún libro bajo el brazo, presumiblemente una Biblia, no tenían que hacer fila. Tampoco las embarazadas. Pero como era de esperarse, fui testigo de algunas que se disfrazaban de cualquiera de estas condiciones para evadir la interminable fila bajo el implacable sol. Algunas se salían con la suya, otras eran enviadas a la cola, pero no parecía importarles. Pareciera como si se dijeran a sí mismas –“esta vez me agarraron, la próxima vez no”.

Mis compañeras me habían advertido de varias cosas. Entre ellas de que había que ir con mucho menudo para dar a los presos, que con 10 pesos se contentaban. Me advirtieron de que todo cuesta, incluyendo cambiar 100 pesos a menudo, pues el cambiador, que circula por la fila “buscándosela” sólo te devuelve 90. De que no se puede entrar con celulares, y que si lo llevas, tienes que pagarle a alguien que se dedica a guardarlos por una módica suma, por supuesto. Sin embargo, no me advirtieron, por lo menos, no a tiempo, de que no es permitido entrar con tenis. Todo el mundo en chancletas. ¿La razón? en los tenis puedes esconder drogas.

Al lado y a todo lo largo de la fila funciona una especie de mercado, en donde venden desde comida hasta ropa, y sobre todo, chancletas. En realidad, las alquilan, pero también las puedes comprar. Por estándares de higiene, escogí comprar unas, nada atractivas para mi gusto –por cierto, pero que entendía harían la función. Pero estaba negada a usarlas, pues sentía que si me quitaba los tenis estaría desprotegida. Demasiado cerca de un suelo que no quería que mi piel tocara. Algunas de las mujeres de la fila me incentivaron a hacerme “la chiva loca”, diciéndome –“no te preocupes, como tú te ves decentica y fina, a lo mejor no te los hacen quitar”. Me agarré de eso y pensé que me saldría con la mía, pero por si acaso, llevaba mi par de chancletas nuevas, o al menos, eso prefería pensar. En ese momento, no me percaté que mi conducta no tenía nada de diferente a la de las que pretendían ser religiosas o embarazadas.

En la fila también me contaron que no te dejan pasar si tienes el período, pues también en las toallas sanitarias pudieras llevar droga. El tiempo en la fila transcurrió rápido y entretenido. Algunas iban contando anécdotas, haciendo chistes, la mayoría irrepetibles, de esos que te hacen primero abrir los ojos de espanto y luego reír, o simplemente quejándose de las reglas y requisas por parte de los policías, cuando son ellos mismos –decían ellas- que introducen las drogas a lo interno de la cárcel. Durante todo el tiempo en la fila, se escuchaba la voz estridente de una señora evangélica predicando. “Es una buena predicadora” –pensé. Pero nadie parecía hacerle mucho caso. Ella era un aditamento más de la fila. Parte del proceso para entrar. Como una música de fondo a la que nadie le presta atención.

LA REQUISA

Mis compañeras, un tanto preocupadas por mí y mi candidez, se ocuparon de darme todos los detalles de la manera en que revisan a las mujeres antes de dejarlas entrar al recinto. Ellas, como si fueran madres celosas de la inocencia de una hija, lamentaban no tener el poder para evitarme ese trago amargo. La verdad es que nada de lo que me contaron pudo haberme preparado para lo que experimenté.

Mientras la fila se acercaba al lugar de la requisa, mi corazón comenzó a latir aceleradamente. Estaba asustada. Un poco por estar fuera de integridad con el tema de los tenis, otro tanto porque me acercaba al momento de la verdad. Pasamos primero por un pasillo donde revisan las pertenencias (bultos, fundas, carteras, etc.) y luego entramos a un cuarto en donde evidentemente sucedía la principal revisión. Había mujeres vestidas de uniforme militar verde con la insignia de la D.N.C.D. sentadas en sillas pegadas a la pared. Eran por lo menos 15 mujeres. Entrabamos en grupos de no más de 5 visitantes. Una de las guardias me llamó –“Amiguita, venga por aquí”, y me hizo una pregunta que jamás olvidaré. “¿Ya le chequearon su ….?” – me dijo, utilizando una palabra que comúnmente usamos las madres con nuestras hijas pequeñas para referirnos a la parte privada. La palabra en sí no era mala; yo la uso todos los días con mi hija para asegurarme que se ha aseado bien; pero escucharla en ese contexto fue como si me hubiesen dado un trompón.

Sin muchos miramientos, me pidió que me bajara el pantalón y también la ropa interior. En ningún momento me tocó, pero no por eso dejé de sentirme ultrajada, pues tuve que abrir mis piernas para que ella pudiera ver. Luego tuve que levantarme la blusa y también los brassieres. Pero el mayor ultraje no fue ése. Después de eso, la guardia tuvo el descaro de pedirme “algo para el refresquito”. No le dije nada, pero la expresión de mi cara le estaba gritando –“Pero bárbarasa, me hiciste desnudar!?” A pesar de mi indignación, le di algo del menudo que había cambiado en la fila, pensando que entonces quizás obviara el asunto de los tenis. Pero que va. No fue así. Tuve que quitarme los tenis, ponerme mis chancletas “nuevas”, y devolverme varios metros a dejarlos a alguien que a cambio me dio un ticket de papel que apenas se le veía el número.

Me tomé unos segundos para tomar una respiración profunda y componerme. Estaba medio en shock. Pero he aprendido que cuando algo no te funciona, trabaja para inventarte un cuento en tu mente que te funcione. El cuento que me inventé es que esas guardias son unas infelices que apenas le pagan por hacer su trabajo, y que así como para mí fue chocante la primera vez que me requisaron, de seguro, para la que me revisó, también lo fue la primera vez que tuvo que requisar a otra mujer. Para ella, ya era una rutina, como lo es para un ginecólogo. Ahora, definitivamente, el contexto lo es todo.

LA BIENVENIDA

Finalmente ya estábamos dentro. Entramos, o más bien, salimos a una especie de patio interno, en donde estaban mezclados presos y visitantes. La única manera de distinguirlos, aparte del sexo, era por la vestimenta. Todos llevaban bermudas. Ya sabía que por cuestiones de seguridad a los presos no se les permite llevar pantalones largos. Parecía como si estuvieran en un parque cerca de la playa. Absurdo, pero mi candidez hizo que eso fuera lo primero que pensara.

En algún momento me pareció estar en el aeropuerto en donde cuando sales tienes dos filas de personas a ambos lados dándote la bienvenida. La mayoría te pedían dinero, pero no como mendigos, ni tampoco con exigencia. Me atrevería a decir que pedían con cierta dignidad.

Pronto mis compañeras fueron reconocidas por unos presos. Fueron saludadas con mucha amabilidad. “Mi amiga” – le decían, e inmediatamente comenzaron a espantar a los pedilones, a abrirnos paso y a escoltarnos hasta donde se encontraba nuestro visitado.

Caminamos por varios pasillos abiertos y cerrados. Me pareció entonces que estaba como en un mercado de Villa Consuelo. Había de todo, y todo ingeniosamente improvisado. Casetas que servían de colmados, en una esquina una silla y un espejo con un letrero que rezaba “Peluquería Juan” y más abajo “No Fio”. Chineros, vendedores de comida, una especie de ferretería, un taller para arreglar efectos eléctricos, mayormente abanicos, radios y televisiones. Vendían de todo. Pica pollo, comida china, longaniza, etc.

Los presos, en su mayoría, se veían bien vestidos con sus bermudas, y para mi sorpresa, aseados. Prácticamente todos con celulares, lo cual por supuesto, me hizo cuestionar la prohibición para los visitantes de no poder entrar celulares. En ningún momento, mientras estuve dentro, vi un policía; por lo menos, no visible a mi vista. A lo mejor, estaban de incognito. Pero a pesar de eso, no había bien dado unos cuantos pasos, cuando comencé a sentirme segura. Otro absurdo, lo sé; pero la verdad es que en ningún momento estando dentro sentí mi integridad física amenazada. Contrario a la idea que me había hecho, en ningún momento escuché un piropo, ni decente ni indecente por parte de ninguno de los presos, como es de esperarse de hombres dominicanos encerrados sin ver una mujer todos los días; ni siquiera una mirada retorcida, ni siquiera una palabra descompuesta. Todo lo contrario, sus miradas eran totalmente neutras, como si nosotras formáramos parte de su entorno, y sus palabras, amables. Más adelante, en una conversación con mi visitado, me atreví a comentarle que me extrañaba el respeto con el que se conducían los hombres, y él me respondió –“Ah, es que aquí las visitas son sagradas; el que se mete con una visita se la ve feo, primero con los policías y luego con nosotros mismos”. Fue una sorpresa agradable y lo que más me impresionó de mi visita a la cárcel.

EL CUARTO

Pedí a mi visitado que me diera un tour. El me llevó por todos lados. Primero me llevó a donde “vive”. Lo pongo entre comillas porque la verdad es que no sé cómo alguien puede vivir así. El me mostró su morada con una satisfacción incomprensible para mí. Es un cuarto, por así decirlo, encima de otro cuarto. Como una especie de mezzanine al cual para subir hay que utilizar una escalera improvisada hecha de palos. En realidad no es un cuarto, es más bien como una caja. Las divisiones son de cartón. Allí mi visitado tiene una colcha, que le sirve de cama, un abanico pequeño, a los pies de la “cama” un pequeño fogón con una ollita, un plato, un vaso y una cuchara. En la cabecera de la “cama”, una tabla que le sirve de estantería para poner su ropa, doblada a la perfección. Se acostó en la cama y extendió los brazos hacia el techo; en realidad, no los extendió del todo, porque sus manos tocaron el techo antes de que pudiera extenderlos completamente. Pareciera que vive en una caja de muerto. El forró el techo con una sábana blanca para hacerlo ver “más bonito” –me dijo. Pero lo que pasa con el techo es que tiene rastros de múltiples incendios.

No entendía por qué mi visitado me mostraba su “casa” con tanta satisfacción. No tardó en explicármelo. En realidad, no era satisfacción, sino agradecimiento. Me contó que era dichoso de contar con ese espacio, por el cual paga 250 pesos semanales, porque la alternativa es dormir en el suelo del pasillo, en donde los demás reclusos te pisan de noche para llegar al baño y a veces hasta te mojan, no de maldad, sino accidentalmente, y no siempre de agua.

El baño está prácticamente al lado de su cuarto. Me pareció extraño que no oliera. Yo soy una experta en detectar olores desagradables a 1 km de distancia. Sin embargo, me olía a limpio. El me dijo que es que tienen un “síndico”, que es otro preso al cual cada preso le paga 10 pesos para mantener el baño limpio. No vi basura, ni suciedad, sí mucho deterioro, improvisación y sobre todo, mucho ingenio. “¿Qué es lo que los presos no inventamos?” –me dijo uno.

EL PLAY

Luego me llevaron al play. Mis compañeras de viaje me explicaron que ahí es que van a sentarse en el suelo a pasar el rato con su visitado. Nos sentamos en una especie de acera y allí comenzamos a compartir. Varios compañeros de mi visitado se fueron acercando y por un momento, olvidé que estaba en la cárcel. Bromas, cuentos de cosas que pasan en la cárcel, de todo lo que inventan, incluyendo, para mi sorpresa, vino. Me contaron que ahí adentro hay de todo y que lo único que extrañan es una “fría”. Ya era la hora de comer y algunos me relajaron diciéndome que si no quería un chin del “chau”. “¿Qué es eso?” –pregunté. Jajajaja! Me hicieron reír. El “chau” es la comida que la cárcel provee para los presos en el comedor. Pero en realidad, la mayoría se cocina su propia comida, porque al “chau” no hay quien le entre. Uno hizo una broma que si te dan con un pegote de arroz del “chau” en la cara, es peor que recibir una galleta. Ellos se burlaban, pero de una manera sorprendentemente sana. Hasta, en vez de quejarse, justificaban la condición de la comida con un razonamiento muy lógico. –“Es que imagínese, esos pobres cocineros, por más que traten de que la comida quede buena, no hay manera, cocinando para tanta gente”.

Yo, como es natural, hice muchas preguntas. Ellos la contestaban todas, entusiasmados con hablar conmigo. Yo me escandalizaba, luego reía, luego me daban ganas de llorar. Un joven me contó su historia. Estaba allí por intento de robo a un banco. Un muchacho. Me contó todas sus vicisitudes, incluyendo cómo los demás miembros de su banda lo intentaron matar, cómo lo agarraron y cómo lo torturó la policía con métodos que ni en películas había visto. Tenía un libro en sus manos, y una mascota donde anotaba reflexiones sobre el libro. No era educado, pero sí inteligente. No era bueno tampoco, y lo peor es que lo reconocía, y me decía en lenguaje bien callejero:

–“¿Usted cree que nosotros vamos a salir buenos de aquí? No, de aquí salimos peor, porque es que aquí adentro hay de todo, peor que en la calle. Aquí nos llenamos de odio, y lo primero que queremos hacer cuando salimos es vengarnos de las personas por quien supuestamente estamos aquí. Porque, usted sabe cómo es, uno siempre le echa la culpa al otro de su desgracia”.

Lo decía con una conciencia que me asustaba. Como si él no tuviera otra opción más que seguir ese sistema torcido. Y agregaba:

–“Además, ¿quién me va a dar trabajo a mi? Ya yo la maqué, y no tengo de otra que seguir haciendo lo mismo”.

Mi conversación con ese muchacho me hizo sentir muy triste, pero al mismo tiempo esperanzada, porque pensé que si él era capaz de hacer todos esos análisis de su realidad, quizás también pudiera ser capaz de cambiar. No intenté disuadirlo, sólo le hice muchas preguntas y él las contestó todas con total honestidad y hasta con un poco de frialdad. Le prometí traerle libros. Me dijo que me lo agradecería mucho, y me dijo –“A mí no me gustaba leer, pero usted sabe, aquí lo que más hay es tiempo que matar”. Enseguida, mi mente comenzó a idear un plan de cómo hacer llegar libros a los presos.

Cuando le pregunté que por qué escogió la delincuencia, hizo un silencio, miró hacia el piso y se sonrió, luego me miró como diciéndome “está entrando en un terreno sagrado”. Me miró por un momento a los ojos antes de empezar a hablar, luego desvió la mirada hacia el horizonte y me dijo:

–“Por mi vieja. Es que yo quisiera poner a mi vieja bien, que no tenga que trabajar más nunca en su vida, construirle una casa propia y montarla en una jeepeta”.

Si no fuera porque mientras esas palabras salían de su boca, noté que se le aguaron los ojos y por primera vez durante toda la conversación abandonó su frialdad y postura de “nada me importa”, hubiese pensado una de dos: o “¡Qué muchacho éste tan bruto!” o “A otra con ese cuento”. Por increíble que parezca, ahí mismo le sonó el celular. Era su mamá.

LAS IGLESIAS

Otra cosa que me sorprendió es que en La Victoria en cada esquina hay una iglesia. Algunas bien improvisadas, otras muy bien equipadas con equipo de sonido y todo. Era una mezcla extraña, porque por todas partes se escuchaba a alguien predicando, o a alguien orando, o cantando. La mayoría eran evangélicas, de prácticamente todas las denominaciones, y todas, para mi agrado, llenas. Me hizo ver que al menos unos cuantos están ávidos de encontrar un camino, una verdad, de agarrarse de algo, y que mejor que la fe.

LOS COLOMBIANOS

En mi recorrido me llevaron al área en donde están los “riquitos”, los “colombianos”. Una diferencia del cielo a la tierra. Todo más organizado y limpio. Celdas no hechas de cartón ni nada por el estilo. Cada celda tenía una especia de cortina que se abre por el medio con un zipper. Ingenuamente, pregunté por qué estaban todas cerradas. Se burlaron de mi. Dah!! Es día de visitas.

En ese sector estaban todos los extranjeros, y qué extranjeros! No sólo eran más blanquitos que el común de los dominicanos, sino que también era del tipo que a cualquier mujer le haría voltear la cara en la calle. Muy apuestos. Estaba sorprendida. Mis compañeras me relajaron diciéndome –“Mira a ver si te levantas uno; tienen muchísimo dinero”. Todas nos reímos del absurdo, y siguieron contándome como algunas mujeres van a visitar simplemente para buscarse un “buen partido”, y de cómo la semana anterior, dos mujeres se peleaban por un preso. Increíble! y espeluznante también!

EL PASILLO “A”

Algo que no podía dejar de hacer en mi recorrido por La Victoria era visitar el Pasillo “A”, y en ese pasillo, la celda No. 2. Ahí estuvo el hombre inocente que originalmente puso en mi corazón hacer esta visita. Pensé que ése sería el momento en que me quebraría en llanto; sin embargo, no fue así. Por la bondad del corazón de ese hombre que en el 1984 ocupó ese espacio, mi corazón está en paz. Y es que todo pasa por una razón. El tenía que vivir esa experiencia y yo desde mi hogar junto con él, para que hoy yo viviera esta nueva experiencia. O quizás para algo mucho más grande que lo que yo pueda ver hoy.

El escribió:

“EN LA CARCEL

No necesito un ángel que aparezca

para abrir mi celda.

Ni un terremoto que sacuda los cimientos

de esta cárcel.

Tengo lo que necesito ¡Gloria a ti!

La fe que mis mayores me inculcaron,

la seguridad interna

de que tus promesas no faltan.

No necesito más.”

La Victoria, D. N.

Pasillo A, Celda No. 2

14 de junio de 1984.

Lugar desconocido #5: El Maleconcito

Aquel que piense que puede lograr algo solo, es un necio.

Durante las últimas semanas, por una u otra razón, me he visto imposibilitada de escribir en mi blog. ¿Razones? Muchísimas. Pero en realidad, sólo son excusas, y como me dijo una vez alguien, “las excusas sólo sirven para el que las da”. Ha sido gracias a la insistencia de amigos y fieles seguidores de mi blog, que no he abandonado la misión que con tanto entusiasmo emprendí a principios de este año. ¡Qué fácil es dejarse arropar por el día a día, por las circunstancias, por las constantes y urgentes situaciones de “apaga fuegos” que nos llegan, o mejor dicho, que de alguna manera, consciente o inconsciente, atraemos a nuestras vidas! ¡Qué fácil puede ser perder de vista tu visión! Por suerte, cuento con un sistema de apoyo infalible, y es el de ser parte de un círculo de amigos y familiares que me sostienen siempre en que puedo lograr cualquier cosa que me proponga y por si acaso, ellos están ahí para asegurarse de que así suceda.

Cada lunes que no hay nada nuevo en el blog recibo múltiples llamadas de reclamo, en particular una llamada casi cronometrada de una amiga y compañera de trabajo que sin lugar a dudas está comprometida en que yo sea mi palabra y cumpla con mi cometido. Gracias a ella y a sus secuaces, visité la semana antepasada un lugar de nuestra ciudad que, además de desconocido para mí, se encuentra situado en un lugar un tanto escondido. Se trata del “Maleconcito”, que viene siendo una especie de extensión del Malecón. Para acceder a este lugar debes ir con el propósito de llegar allí. Muy poco probable que pases por ahí y digas “déjame pararme aquí”.

De camino, mis amigos se pararon a comprar comida con la idea de que encontraríamos un espacio para sentarnos y comerla frente al mar. La idea estuvo muy chula, pero para nuestra sorpresa, el lugar estaba lleno. Varios carros aparcados y múltiples personas sentadas en un murito de piedra un tanto limitado haciendo nada. Sólo hablando y aunque no me fijé, de seguro disfrutando de una cervecita o de un traguito de Brugal.

Al final paramos en el Malecón de verdad, en donde encontramos unos un poco más cómodos bancos y nos sentamos a comer, a hablar y sobre todo, a reír sin parar. Sin embargo, antes de que el pragmatismo nos hiciera re-diseñar el plan, al desmontarme en el carro todavía en el área del Maleconcito, tuve un Déjà vu. Descubrí que el lugar no era tan desconocido, pues me vino una imagen a la mente de haber estado en mi niñez en un lugar similar (de seguro ese mismo u otro cercano) acompañada de mi padre. Recuerdo la caminata por una calle sin asfaltar hasta llegar a las rocas en donde nos colocamos a hacer algo que de seguro hoy en día sería imposible hacer en ese lugar: pescar. La imagen me vino como si fuera la escena de una película en donde el padre saca un momento de su ajetreada agenda para dedicar “tiempo de calidad” a su hijo. Lo único que mi padre lo estaba haciendo conmigo: su hija menor. Me sentí afortunada al recordar esa escena, pues ¿cuántas mujeres pueden decir como yo, que se sentaron en un arrecife del Malecón a pescar con caña con su padre? Ni siquiera recuerdo si llegamos a pescar algo; ni pensar en recordar de qué hablamos mi padre y yo; pero la escena de estar sentados en las rocas frente al mar, caña de pescar en mano, es una imagen que quedó grabada en los archivos de mi mente para siempre, y que mi visita al Maleconcito despertó.

Por supuesto, esta vez la escena era diferente. Ya no hay terrenos baldíos; en su lugar hay modernos edificios blancos con grandes balcones y ventanales tipo Miami, frente a los cuales es casi irresistible el romanticón pensamiento de “me gustaría tener algún día un apartamento como ése… frente al mar”. Sin embargo, el propósito era similar. La intención de mi padre para llevarme a esa aventura era conectar con su hija y dejar una memoria imborrable en mi mente. La de mis amigos era sin duda similar. Conectar, pasar un buen rato y dejar una huella en mi memoria.

Es increíble como cosas pequeñas, momentos en apariencia sin importancia, pueden tener el poder de la trascendencia. Y esto funciona en doble vía, porque sin duda, la huella también pudiera ser negativa. La lección es simple, pero al mismo tiempo profunda. Se trata de vivir el ahora, de estar presente en cada momento vivido. Porque cualquier cosa que hagas o digas, por insignificante que parezca, pudiera dejar una huella imborrable en el otro. Y también, si no estás atento, pudieras perderte el regalo de que otros dejen una huella en ti.

Sea como sea, nunca olvidaré que con un trío de amigos, comí sushi en el Malecón.

lunes, 31 de enero de 2011

Lugar desconocido #4: restaurante árabe

Esta semana que pasó fue verdaderamente especial. Después de una jornada de trabajo sin precedente, escogí dejarme llevar por dos de las personas más importantes de mi vida: mis dos hijos varones. Los pasé a buscar un poco tarde ya en la noche, y cuando se montaron en el carro, simplemente les dije: “Mis hijos, necesito que me lleven a cenar a un lugar desconocido”. Comenzaron a mencionar lugares, y ninguno aplicaba para mi peculiar misión semanal. “Ya fui”, “lo conozco”, les iba diciendo, mientras ellos cantaban su lista con entusiasmo. Hasta que mencionaron uno que realmente no conocía, pero que sí había escuchado hablar de él.

Al acceder a ir al lugar sugerido por mis hijos, sabía que corría el riesgo de descubrir, no sólo un lugar desconocido, sino todo un mundo desconocido para mí: la vida social de mis hijos. Porque por sorprendente que me parezca, a su edad, mis hijos tienen una vida social mucho más activa que la mía. Todos los fines de semana van a uno de los centros comerciales de la ciudad. Muchas veces a hacer nada, simplemente a “janguear”. O si no, un cine, o una “juntadera” (la nueva palabra del momento) en casa de algún compañero o compañera del colegio. Y les confieso, que me sentí aterrada. Porque a medida que los hijos van creciendo, sobre todo si son varones, uno no tiene de otra más que confiar en los valores inculcados en ellos hasta el momento, y dejar que tengan –en la medida de lo razonable, por supuesto- sus propias experiencias. Pero como madre, es todo un dilema. La frase famosa de “¿sabes dónde están tus hijos?” alberga una disyuntiva aterradora, porque ¿realmente queremos saber? ¿Cómo manejar si tus hijos frecuentan algún lugar inapropiado? La prohibición es siempre una opción; el castigo también, pero ¿y si hacer eso es peor? El manual para padres de hijos adolescentes aún no ha llegado a mis manos y como los tiempos han cambiando tanto, la referencia que tenemos, que es la crianza recibida por parte de nuestros padres, se ha convertido en prácticamente un absurdo.

Al entrar al lugar, mi hijo mayor saludó al dueño del establecimiento, un señor de unos cincuenta años evidentemente árabe, como si fuera su “pana full”. Lo que por supuesto evidenciaba que mi hijo era un visitante regular del lugar. Me molesté un poco porque no me presentó. De repente, me sentí como la mujer que el hombre no quiere presentar a sus amigos. “Humm” pensé, e inmediatamente yo misma me auto-presenté con tono un tanto autoritario y sarcástico. “Buenas noches, yo soy su madre”. El hombre no pudo evitar entrever una sonrisita y muy cortésmente me dijo: “No se preocupe, señora” – como si entendiera todo lo que yo estaba pensando – “usted es como la 4ta madre que nos ha visitado en esta semana”. Bueno, me sentí aliviada; al menos, yo no era la única madre juiciosa y desconfiada.

Se trata de un pequeño restaurante árabe que los jóvenes de la edad de mis hijos frecuentan. Lo que tiene de particular el lugar, prefiero no comentarlo, pues hacerlo pudiera acarrear cierta controversia. Lo que sí puedo decirles es que a pesar de mi gran dilema de si el lugar es apropiado o no para mis hijos, me sentí satisfecha de que ellos tuvieran la confianza de compartir la experiencia conmigo. Ser la madre moderna, abierta y chula tiene sus beneficios; lo reconozco, aunque no siempre adopto esa postura. Eso sí, esa inseguridad de si estaré haciendo lo correcto no desaparece tan fácilmente, y les confieso que tuve que poner de mi parte para no salir corriendo a pedir ayuda gritando: “Auxilio!! mis hijos ya están grandes; ya se me fueron de mis manos”.

El lugar estaba prácticamente vacío por la hora y por ser domingo, asumo yo, y fuimos atendidos personalmente por el propietario, quien muy gentilmente me dio todos los detalles (al menos eso prefiero pensar) de lo que hacen y no hacen los jóvenes en su establecimiento. Me pareció un ambiente sano; no puedo decir lo contrario aún a pesar de mis prejuicios. En un momento, me atreví a preguntarle a este particular hombre su procedencia y por qué estaba en este país. Siempre me ha sorprendido cómo los extranjeros se enamoran de este país de una manera casi mágica. Muchas veces vienen de visita y sencillamente deciden quedarse. El hombre es palestino, de Jerusalén, -me especificó, por si acaso yo no supiera de qué nación me estaba hablando. Vivió prácticamente toda su vida adulta en Venezuela, en donde tenía negocios, hasta que debido a Chavez –según me contó- lo perdió todo y decidió migrar a tierras más amigables económica y socialmente. Hizo mucho hincapié en la seguridad que gozamos los dominicanos, poniendo el ejemplo de que en Venezuela ni pensar tener un negocio tan desprotegido y abierto hasta tarde en la noche.

A medida que fuimos avanzando en la conversación, me di cuenta que quizás no había sido muy prudente en no advertirles a mis hijos de ciertas cosas. Uno de ellos me dijo: “Mami, pero tú has viajado a Jerusalén”, y me instó a contarle al señor las circunstancias en las que había visitado Jerusalén años atrás. ¡Qué apuro! Resulta que mi difunto padre fue embajador dominicano en Israel, y tanto él como mi madre, grandes simpatizantes del pueblo judío; simpatía que particularmente adopté a lo largo de los años como si fuera una herencia familiar. Mis hijos sin darse cuenta me habían puesto la estrella de David en la frente, y ya no tenía forma de esconderla. Traté de salir del apuro muy diplomáticamente, midiendo cada palabra, pero para mi sorpresa la reacción de mi interlocutor fue sumamente civilizada. Me habló del conflicto árabe-israelí con muchísima altura, pero sin dejar de mostrar su corazón. Su rostro y su tono de voz inmediatamente develaron una gran tristeza, sobre todo cuando concluyó diciendo: “ese conflicto entre nosotros y los judíos no tiene solución. Hemos tratado, hemos tratado, pero nada ha valido”.

El señor me dio varios argumentos de por qué Palestina les pertenece a ellos y no a los judíos; argumentos que yo prudentemente no me atreví a refutar. Me limité a escuchar, no porque no me guste polemizar, sino más bien porque no cuento con los suficientes elementos como para salir airosa de tal debate. Si hubiese sido mi padre o mi madre que estuvieran allí, otra historia hubiese sido, pues su simpatía por el pueblo judío –desde mi punto de vista- siempre estuvo bien fundamentada en mucha información y conocimiento. Sólo me limité a comentar cuán increíble era que dos pueblos se estuvieran peleando por tantos años por un espacio terrenal tan ínfimo comparativamente, incluso con nuestro propio país.

La conversación concluyó muy amigablemente, y me fui con un solo pensamiento en mi mente y corazón: “todo es una interpretación”, y cada quien se cree dueño de la verdad. Pero en realidad, no existe la verdad, sino verdades, y cada quien tiene la suya. Oportuna la lección para el dilema entre el lugar y mis hijos. ¿No creen?

Hasta la próxima semana.

lunes, 24 de enero de 2011

Lugar desconocido #3: diligencias con la Tía

Voy a empezar “poniéndome ‘alante”, como decimos en buen dominicano. Primero, porque hoy no es domingo, sino lunes, y me había prometido escribir cada domingo en la noche, de manera que mis lectores recibieran mi escrito al inicio de cada semana. Sin embargo, como hoy es día de fiesta, podríamos decir que mañana martes es un lunes “cimarrón”. Por lo menos, - como me diría un amigo que aprecio mucho- ese es el cuento que me funciona.

Segundo, en realidad, durante esta semana fui víctima de mis circunstancias y no planifiqué ningún lugar desconocido al cual visitar. Esperaba poder viajar durante el fin de semana largo a un lugar exótico, como Bahía de las Águilas, las Cuevas de las Maravillas, o –por qué no- a un lujoso resort en Bávaro. Lamentablemente, o quizás afortunadamente (quien sabe), escogí quedarme en la ciudad y avanzar con un montón de trabajo que, francamente hubiese sido imposible lograr si no fuera por estos días de asueto. Otro cuento que me funciona (jiji!). Pero la verdad es que fue una semana perfecta. Mucho trabajo, pero también mucha risa y compartir con amigos y colabores en mi visión de vida. Soy afortunada, pues tengo un trabajo muy divertido. Lamento decepcionar a aquellos de mis lectores que esperaban leer sobre un lugar exótico. Y es que este blog no se trata tanto de los lugares, sino más bien de las experiencias, de descubrimientos y de la gente con las cuales comparto esas experiencias. Es como el show de comedia norteamericano “Seinfeld”, que es un show de nada, es decir, de experiencias que personas comunes viven en la cotidianidad de la vida. Los que disfrutan ese show tanto como yo, sabrán a lo que me refiero. Y detrás de esa simpleza, hay una gran enseñanza: cada momento vivido trae su propia riqueza. Qué pena que no siempre tenemos los ojos abiertos para verlo.

Mientras conducía a casa hace unos minutos, decepcionada de mi misma por no haber cumplido mi promesa de visitar un lugar desconocido cada semana, escuchaba un cd de música de trova y sonó la canción “Yolanda” de Pablo Milanés. Inmediatamente, conecté con un momento al principio de semana que viví con una tía mía, quien adora esa canción y siempre me ataca para que se la cante en todos los eventos familiares. ¡Claro! –pensé, visité mi lugar desconocido esta semana, lo único que no fui yo quien lo planifiqué, pero es un lugar desconocido y sucedió durante la semana, así que aplica. Y reflexioné sobre lo afortunada que soy, pues además de tener un trabajo divertido que me encanta, también cuento con personas en mi vida como mi tía, a quien me referiré en este escrito con un nombre ficticio, pues no tengo autorización de ella para divulgar su nombre y si la llamo a estas horas de la noche, de seguro pasaría de afortunada a desdichada por el merecido boche que me daría.

Esta tía (llamémosla Tía Milly) es todo un personaje. Católica hasta la maceta, o más bien debería decir cristiana, porque conozco pocos católicos practicantes en cuerpo, alma y espíritu como ella, a quien la vida no le concedió hijos, pero en su lugar le dio sobrinos de sangre, pero sobre todo, sobrinos de cariño. Y es que la Tía Milly le ha dado todo un nuevo significado al verbo servir. Su agenda diaria está llena de diligencias de sus seres queridos. Diligencias documentarias, como sacar un pasaporte, la cédula o el carnet del seguro. Ella es como la “tributaria” oficial de la familia. Diligencias bancarias; ella es la tía a las que los familiares y amigos cercanos confían sus finanzas. Pero sobre todo, diligencias médicas. Si tienes un dolor en la uña del dedo meñique del pie izquierdo, sólo tienes que llamar a Tía Milly y ella sabrá a cuál médico visitar, cómo se llama la secretaria del consultorio, a qué hora es mejor ir porque no hay mucha gente, si hay parqueo cómodo o no, y si el doctor recibe por cita o por orden de llegada. Y si no lo sabe, se tomará la molestia de llamar y averiguar hasta el más mínimo detalle. Pero no se queda ahí. Si consultaste con la Tía Milly sobre alguna de estas diligencias, debes saber que caíste en un gancho, porque ella no descansará hasta que hayas concluido el asunto. Con la Tía Milly no hay escapatoria; te caerá atrás como el gas morao’, pues ella te dará seguimiento día tras día y créeme, no lo olvidará. Pero lo mejor de todo es la manera en que lo hace. Te reprochará (no pienses ni por un segundo que no), y te dirá tu verdad en tu cara (a mí me ha dicho tantas y tantas veces que ya hace tiempo que dejaron de ser boches), pero la dulzura y podría decir, el respeto con que lo hace, no te deja otra opción más que ceder, si no para complacerla, al menos para salir de ella, aunque temporalmente, pues sin duda habrá una próxima ocasión en la que necesitarás de sus servicios.

Para una persona como yo, para quien ir al médico es una pérdida de tiempo (no es que piense que eso está bien, por si acaso), y para quien andar sin el carnet del seguro no puede tener mayores consecuencias (claro, hasta que me vea en el apuro), contar con una tía como ésta, es una gran fortuna. Tía Milly viene siendo como la extensión de mi madre en todos aquellos aspectos en los que mi terquedad no me permite recibir la ayuda que con tanto amor se me ofrece. Para todas esas cosas, está la Tía Milly.

A principios de semana, la Tía Milly se levantó tempranito, condujo su carro hasta mi casa para recogerme y llevarme a hacer una de esas diligencias. Ella sabe que si no lo hace así, probablemente pase todo otro año y yo no resuelvo el asunto. Su misión es clara y directa: secuestrarme por unas horas por mi propio bien. Estamos hablando de algo verdaderamente planificado, aunque no lo crean, desde el año pasado. Yo fui una de sus primeras anotaciones en su agenda nuevecita del año 2011. La noche antes me llamó para confirmar la hora exacta en la que estaría recogiéndome. Pero no sólo eso, esa misma noche, o quizás desde hace ya una semana atrás, ella ya sabía cuáles otras diligencias podía hacer junto con la mía que quedaban en camino o cerca. Nada parecido a cuando yo salgo de casa cada mañana, muchas veces con un montón de cosas que hacer, con cero planificación, y dando más de un viaje en balde por haber olvidado en casa los papeles necesarios para la diligencia en cuestión. ¡Cuánto que aprender de la Tía Milly¡

Pero no se crean que estoy hablando de una viejita controladora y aburrida; todo lo contrario. La Tía Milly es divertida y con una chispa que ni los achaques propios de la edad han logrado apagar. Anda con su bastón, pero sólo por si acaso es necesario o conveniente usarlo, bien “pepilla” –como diría mi abuela, con sus tenis cómodos pero a la moda siempre, y con su cartera combinada bien asegurada bajo el brazo. Ella no se permite quedarse atrás por el pasar de los años. Se mantiene actualizada y es la tía más cibernética de la familia, pues todos los días chequea su email y cada semana, por supuesto, mi blog.

Todas las diligencias de esa mañana eran por Gazcue y quizás una que otra de camino. Mi diligencia no fue a un lugar desconocido para mí, pues anteriormente lo había visitado, no por mi cuenta claro, con mi madre. Pero luego que concluyéramos exitosamente, acompañé a mi amorosa secuestradora a otro lugar en donde ella tenía que hacer una diligencia propia: el Colegio Dominicano de Notarios. Abogada de profesión y notario público, “de los del número del Distrito Nacional”, como reza en las coletillas de los notarios al pie de los contratos, mi tía necesitaba hacer una breve parada en aquel lugar, para mi suerte, totalmente desconocido para mí.

El local no tenía nada de particular que no fuera que se trata de una clásica casona en la calle Danae de Gazcue remodelada muy finamente para funcionar como oficinas. En lo que esperaba a mi tía, deambulé por los pasillos y me puse a ver la galería de los anteriores presidentes del colegio. Vi algunos nombres ilustres y conocidos de la vida pública dominicana, pero para mi sorpresa y si mal no recuerdo, sólo dos mujeres han sido presidentes del colegio de notarios. Me extrañó mucho, pues quizás es sólo una percepción mía, pero la mayoría de los notarios que conozco son mujeres. Ni bueno ni malo, sólo digo que me pareció raro. De regreso, mi tía me contó, entre otras cosas, como ella y mi madre se hicieron notarios en el año ____ (mejor me lo reservo para que no me maten), y de lo difícil que es hacerse notario hoy en día. Fue una visita breve y en mucho menos de lo que pensaba ya mi Tía me conducía de vuelta a casa.

Como ven, mi lugar desconocido de esta semana no tuvo nada de especial. Ningún acontecimiento extraordinario, ninguna anécdota jocosa, ni nada por el estilo. El lugar podría decirse que no fue importante, pero sí lo fue lo que me llevó allí, y más que eso, es importante quien me llevó. Muchas veces cometemos el error de reconocer a las personas que nos sirven y que nos brindan amor cuando ya no están, cuando es demasiado tarde, y eso sí es una verdadera terquedad. Hoy yo tengo cédula, carnet del seguro médico, el año pasado me hice todos los exámenes médicos que debía hacerme, y muchas otras cosas más, gracias al cariño y compromiso de mi Tía Milly y a la conspiración que ella y mi madre sostienen para hacer de mi vida una vida mejor. De eso sí vale la pena escribir.

Hasta la próxima semana.

domingo, 16 de enero de 2011

Lugar desconocido #2: el Barrio Chino

Sin temor a equivocarme, puedo afirmar que los inmigrantes más destacados del mundo entero son los chinos, pues a donde quiera que migran se hacen notar. Y pienso que esto se debe, además de sus evidentes rasgos físicos y al gran volumen de su migración, a la riqueza de su cultura. De seguro que en cada ciudad del mundo hay un Barrio Chino, y Santo Domingo no es la excepción, a pesar de que tomó años para que se bautizara oficialmente como tal.

Podría decir que este lugar es semi-desconocido para mí, pues -aunque no lo recuerdo, estoy casi segura que en algún momento de mi vida pasé por esa sección de la Duarte, pero nunca lo había visitado después de que lo delimitaran a cada extremo con esas dos gigantescas estructuras en forma de pagoda.

Debo admitir que mi visita estuvo marcada con cierto prejuicio, pues hace aproximadamente 3 años, tuve el privilegio de visitar el barrio chino más grande del mundo y el que, por supuesto, tiene la mayor población de chinos: la China. Y como era de esperarse, ante tal comparación, quedé un poco decepcionada.

Primero le dimos un vistazo en carro en lo que encontrábamos parqueo y contemplábamos las estatuas de la acera de quien asumimos era Confucio, y luego nos desmontamos y caminamos apenas media cuadra. Como esta vez me hice acompañar de una amiga que ya conocía el lugar y que fungió como guía turística, tan sólo entramos a dos lugares que ella ya conocía y que por alguna razón, entendió que eran a los que valía la pena entrar; el primero una tienda, y luego a un restaurante. Mientras recorría la tienda no pude evitar sentirme engañada al descubrir que mucho de los artículos que orgullosamente exhibo en la sala de mi casa como souvenires de mi viaje a China y que cargué en una maleta so pena de pagar un exceso de equipaje desde el otro lado del mundo, se exhibían en esta tienda a precios irrisorios. “Me engañán”, pensé en mis adentros. Quien me manda a no haber hecho como mi madre, quien fue mi acompañante en mi travesía a la China, y que muy inteligente de su parte compró cosas poco comunes que realmente valían la pena. Yo, en cambio, hoy descubrí -3 años después- que sólo compré baratijas. Moraleja: si alguna vez vas a viajar a la China, primero visita el barrio chino de tu ciudad, y cuando te toque comprar en la China de verdad, asegúrate de hacer como mi madre; compra cosas como prendas de Jade originales, cuadros bordados de seda, muñecas de porcelana, o simplemente artículos que no vas a encontrar en la calle Duarte.

La visita al restaurante fue totalmente típica. Los dueños, una familia china (dah!). El esposo chino peleando con la esposa china, ¡adivinen! en chino. A lo mejor no estaban ni siquiera peleando, pero todo en ese idioma, que ni pretender saber si era cantonés o mandarín, suena a pleito. Por más que trate, no creo lograr imaginarme a ese mismo chino enamorando a su mujer. Y, por otro lado, los mozos que más dominicanos no podían ser. El que nos atendió, un típico tigre dominicano, no tenía la más mínima idea de cómo servir una mesa, pero –como es de esperarse, se salió con la suya con el más preciado recurso que tenemos en este país: la simpatía. Y no es que los chinos no sean simpáticos, es que la diferencia cultural es tan abismal que no hay manera de que podamos entenderlos. Para nosotros, un chino simpático es como escuchar a un dominicano haciendo un chiste chino, de esos que ahora ponen a circular por BB. Aunque, si bien es cierto que jamás podrán pronunciar adecuadamente la “r”, una cosa sí hay que reconocerles y es que nadie cocina como los chinos.

La comida fue tal como me la esperaba: rica, barata y abundante, pero sobre todo, rápida. Mi amiga comentó: “Wow! parece que tienen una paila de Chow Fan lista para servir”. Inmediatamente, mi mente graficó la paila gigantesca y un chinito todo sudado sirviendo sin medida. Interrumpí mi imaginación en ese momento, porque en los restaurantes chinos es mejor no imaginarse nada de cómo preparan la comida; lo mejor es comérsela y punto. Y la verdad que es tan buena, que qué importa. Ordenamos para dos, pero sobró más de la mitad, así que pedimos que nos la pusieran para llevar. Al final, terminamos comiendo de la misma comida cuatro personas, y ¡adivinen qué!, todavía sobró “pa’ po’ la”. Lamentablemente, no puedo decir lo mismo de la comida que consumí en mi viaje a la China de verdad, pues aunque tenían los mismos platos típicos, el sabor no era el mismo de la comida china “dominicana”. Recuerdo que en la ciudad de Beijing, ya mi paladar cansado de lo mismo, decidí entrar a un MacDonald, y para mi decepción, las hamburguesas en la China son totalmente diferentes, y no para mejor, según mi gusto. Es un verdadero misterio; en la China, la comida china no sabe a comida china, y la comida americana sabe a comida china.

Una cosa que no cambia, que sucede “aquí y en China” y que pueden esperar encontrar siempre en cualquier restaurante chino del mundo, es que cuando sales del establecimiento todo tu cuerpo, especialmente el pelo y la ropa, quedan impregnados de un característico olor. Es como si te la hubieras untado, en vez de haberla ingerido. Y si para colmo, como fue mi caso, entras comida para llevar dentro del carro, debes estar prevenido de que ese olor a grasa y a salsa colorá’ te acompañará por varias horas, y cuidao’.

Pero a pesar de mi decepcionante descubrimiento en la tienda y del souvenir en forma de olor que todavía permanece aún escribiendo estas líneas, no puedo negar que mi visita al Barrio Chino fue interesante. Lamento haber olvidado tomar una foto. Siempre olvido algo; por suerte, esta vez no fue la llave del carro. En fin, mi visita la caracterizó una comida buena y abundante, adornos coloridos y extravagantes, y sobre todo, descubrir que hasta los chinos terminan “aplatanándose”. En serio, en un momento me hice la pregunta de si estaba en el Barrio Chino en Santo Domingo o en el Barrio Dominicano en la China.

Hasta la próxima semana, que espero me lleve a un lugar desconocido fuera de la ciudad.

domingo, 9 de enero de 2011

Lugar desconocido #1: el metro


¡Hola de nuevo! Hoy visité mi primer lugar desconocido del año 2011. Y la verdad que me encantó. Durante varios días estuve debatiéndome en cual debía ser ese lugar. Como era de esperarse, había limitantes; las ya habituales que muchos conocemos: tiempo y dinero. Pero por esta vez, voy a pensar que en vez de “limitantes”, más bien fueron “causantes”; porque al final de cuentas sirvieron como señales en el camino para llevarme a mi destino, el cual fue perfecto.

Después de dar un poco de mente sobre algún lugar dentro de la ciudad de Santo Domingo que no conociera, y de recorrer en mi cabeza monumentos y sitios de interés, caí en cuenta que más que un lugar, lo que debía visitar era un medio: un medio de transporte: el metro. Un poco avergonzada debo admitir que no conocía el metro. Era de esas cosas que uno tiene pendiente y que como no es vital, pues no busca el momento para hacerlo.

Mi visita fue puntual. Acompañada de una amiga y cuatro niños, entre ellos mi hija de 7 años, llegamos a la estación Francisco Caamaño a eso de las 6:30 pm; a la hora mágica, que es la hora favorita de mi amiga, porque ni es de día ni es de noche. Inmediatamente bajamos a la estación, sentí como si en vez de llegar en carro, acababa de bajarme de un avión. Supongo que a todos los que han tenido la dicha de viajar a otras latitudes, le pasa lo mismo. Ni siquiera es comparable con el de Nueva York, pues éste está nuevo y para mi sorpresa, muy bien mantenido. Se puede comparar quizás en su apariencia, guardando la distancia por supuesto –pues tiene tan solo una línea-, con el de Washington, D.C. Wao! Todo nítido, limpio, nuevo. Es más, la operadora (sí, una mujer), hasta hablaba igual que los de fuera; no se le entendía nada cuando anunciaba la llegada a una estación. Y entonces, uno mira el letrero en la estación y se dice –Ahh, estamos en Amín Abel.

Pero en realidad eso no fue lo que más me sorprendió. Lo que más me sorprendió fue la gente. Al entrar al tren, un señor inmediatamente nos ofreció sentarnos. El dominicano siempre tan simpático. Estábamos pasando por la Ovando, y la gente sentada en el vagón no parecían de por ahí. Había todo tipo de personas. Un joven con unos audífonos puestos escuchando música; otro con una mini-laptop haciendo no sé qué cosa; y a lo lejos podías escuchar el beep de una BB. Por supuesto, también estaba la señora con el niño y una funda de La Sirena, y en otro lado, un señor con sus hijos, que me dio la impresión que andaba en lo mismo que nosotros –curioseando. No pude evitar pensar con gran satisfacción cuánto ha avanzado nuestra sociedad. No pretendo hacer un análisis social de mi visita al metro, pero la verdad es que noté que el velo que separa las clases está cada día más fino, lo cual en lo personal, me alegra. Probablemente muchos de mis compañeros de vagón tienen mayor capacidad adquisitiva que yo en este momento, aún viviendo en Villa Mella.

Llegamos hasta la última estación, Mama Tingó, y ahí nos desmontamos para regresar. Para mi sorpresa no había un pasadizo hasta el otro andén, sino que tuvimos que salir a la calle, cruzarla, y luego volver a pagar. Puedo decir que de mi experiencia, es lo único que no me cuadró, pues como yo soy distraída, pensé en que si fuera una usuaria recurrente del metro, de seguro más de una vez me pasaría de la estación en que estoy supuesta a bajar, y devolverme implica cruzar la calle y pagar 20 pesos más. Créanme cuando les digo que ese tipo de cosas me pasa con frecuencia.

Y qué mayor evidencia que ésta. Cuando llegamos a nuestro punto de origen, la estación Francisco Caamaño, en donde habíamos dejado el carro en el parqueo del Casino del Hispaniola, me encontré con la sorpresa de no encontrar las llaves. Buscamos en todas las carteras y en todos los bolsillos, y nada. Definitivamente, las había botado en el metro. Les pedí a mis acompañantes que me esperaran junto al carro y bajé de nuevo a la estación a ver si por si acaso podía encontrarla. Cuando bajé, le expliqué a una señorita uniformada sobre mi descuido, y muy amablemente me dijo –No se preocupe-, e inmediatamente se comunicó por radio con alguien y al minuto me informó que las habían encontrado y que venían en camino en el próximo tren. Aparte del alivio de encontrar unas llaves, cuyas copias sabrá Dios donde están, me dio mucha satisfacción el sistema. Ni siquiera sé cómo llamarlo; quizás civismo, organización, orden, no sé… Sólo sé que debajo de nuestra ciudad circulan personas civilizadas, educadas, amables, que no gritan ni hacen ruido. Es como si cuando bajaran al subsuelo, al montarse en ese aparato, sencillamente se transformaran.

Mi primer lugar desconocido fue todo un éxito, y aunque ya no es desconocido, me quedé con las ganas de volver.

Hasta la próxima semana.

sábado, 8 de enero de 2011

La inspiración...

¡Hola! Mi nombre es Mirtha Lockward. Algunos me llaman Nana. Tengo 40 años, casi 41, pues cumplo año el 27 de febrero. Soy divorciada 2 veces y tengo 3 bellos hijos; 2 varones, de 15 y 13 años, y una niña de 7. Dediqué casi la mitad de mi vida a la carrera bancaria, pero hace 2 años, hice un cambio de rumbo, y me dediqué a otra cosa. Ahora soy co-propietaria de un centro de transformación y liderazgo y trabajo todos los días en mi propio crecimiento y en el crecimiento de los demás. Me gusta escribir.

Hace unos días, tuve el placer de ver una película llamada Julie & Julia. Sencillamente me encantó. Se trata de una joven que tenía la inquietud de escribir y que decide iniciar un blog sobre cocina como proyecto, específicamente sobre las recetas de la autora de un famoso libro de cocina, Julia Child. Me sentí muy identificada con la historia, no por el lado de la cocina en realidad, sino por el lado de escribir y de emprender algo. Algo en apariencia simple y quizás hasta absurdo, pero que conlleva tener de lo que yo carezco: disciplina. Y pensé, yo debería hacer lo mismo. Debo crear un blog.

Como siempre, vinieron a mi cabeza un millón de pensamientos limitantes y de sabotaje. ¡Qué copiona! –fue lo primero que pensé. Sin embargo, como si estuvieran un diablito y un angelito discutiendo en mi cabeza, inmediatamente también pensé, -pero si a eso voy, entonces no haré nunca nada. ¿Cuántas cosas deja de hacer la gente por temor a que lo cataloguen de poco original? ¡Qué afán el de los seres humanos de ser únicos! Así que con ese último pensamiento, el angelito en mi cabeza venció al diablito, y me decidí: crearía un blog y escribiría en él religiosamente durante todo el 2011.

Luego vino lo mejor: ¿de qué diantres escribiría? Y para mi sorpresa no fue tan difícil. Me puse a pensar en qué es lo que más disfruto hacer. Esa no es una pregunta sencilla, en realidad, pero repasando todo lo que me gusta hacer, me vino a la mente un momento en específico de mi vida. Me encanta viajar; lamentablemente, no lo hago tanto como quisiera. Pero buscando lo que más me gusta, recordé un viaje en específico. Fue a Argentina. Fui sola. El motivo del viaje fue para asistir a un seminario relacionado con mi trabajo en aquel tiempo, y me tomé algunos días adicionales para conocer el lugar. Y recuerdo que lo que más disfruté del viaje fue el hecho de estar sola y tener la libertad de ir a conocer lo que quisiera, pararme en donde quisiera, y decidir qué hacer y qué no hacer. Parece tonto, pero si te pones a pensar, todo el que viaja acompañado, aunque puede gozar de la dicha de compartir momentos maravillosos con alguien, también está supeditado a que debe existir un consenso en cuanto a donde ir y qué hacer. Durante mi viaje a Argentina, yo no tuve ese problema. Era libre, libre de elegir.

Hice por supuesto la analogía con mi situación actual. Tengo 2 años ya divorciada de mi segundo esposo, tiempo durante el cual no he hecho otra cosa más que lamentarme del hecho de estar sola. Pero eso fue sólo hasta ayer, porque a partir de hoy comenzaré a disfrutar cada momento de mi vida como si estuviera en un viaje en un lugar desconocido, un lugar nuevo, que podré escoger, que podré decidir cuándo y cómo ir, que podré decidir también si me gusta o no y cuánto tiempo quedarme.

Y de eso se trata este blog. Cada semana durante el año 2011 visitaré un lugar desconocido. Puede ser lo que sea. La única regla es que tiene que ser cada semana y que el lugar debe ser desconocido para mí. Puede ser un restaurante, un museo, la casa de un amigo, un pueblo, y por qué no, quizás un país. No importa el lugar, ni las personas que encuentre allí, lo visitaré cada semana y escribiré sobre mi experiencia, sea buena o mala. Un año y 52 lugares desconocidos. Será toda una aventura. Será divertido. Y también será importante, porque las cosas no tienen importancia por sí solas, sino la que yo le dé. Y será importante porque me atreveré a hacer cosas diferentes, con personas diferentes, mientras también trabajo en mi talón de Aquiles: la disciplina.

Así que esto es tan sólo una introducción. A más tardar este domingo, visitaré un lugar desconocido y escribiré sobre ello en mi blog. ¿Qué lugar será? Ni idea; todavía estoy pensando. Jiji!! Me siento como si estuviera preparándome para un gran viaje cuyo destino desconozco. Probablemente ni salga de esta ciudad, pero qué importa, lo importante es que estoy disfrutando esa sensación que nos invade cuando vamos a viajar hacia un lugar al cual nunca hemos ido, y es la sensación de que todo es posible y de que será maravilloso.

Nos vemos el domingo…Wao! Eso es prácticamente mañana.