¿Qué es lo “más bajo” a lo que puede llegar un ser humano? Sin duda, después de visitar mi lugar desconocido de la semana pasada, diría que la privación de la libertad. Si alguien que vive bajo su propio techo o transita libremente por las calles, y por los problemas laborales, o económicos, o sentimentales, piensa que “ha tocado fondo”, debería darse una vueltecita por la cárcel de La Victoria.
EL POR QUE
Desde hace tiempo había declarado visitar La Victoria. No lo había escrito en ningún papel ni en ninguna lista de metas, pero estaba escrito desde hace años en mi corazón. Para cuando yo tenía 14 años, un inocente estuvo preso en esa misma cárcel, y por mi juventud, nunca pude visitarlo. El ya no está en la cárcel; hace tiempo fue liberado, no sólo porque salió de ese lugar, sino porque ya no está atado a nada de este mundo. De una manera casi inconsciente, me prometí que algún día visitaría el lugar donde él estuvo.
Por una coincidencia, de esas que en realidad no son coincidencias, la señora que me sirve en mi casa, a quien más que un servicio, considero mi amiga, tiene un sobrino preso en La Victoria, a quien fielmente visita todos los miércoles. Ese era mi puente para cumplir mi inconsciente promesa. Todas las semanas le decía –“para la próxima, voy contigo”. Pero varias semanas pasaron y nunca sacaba el tiempo, hasta que la semana pasada, a pesar de no poder tomarme la mañana entera para eso, escogí soltarlo todo y hacerlo de una vez por todas. Me puse unos jeans, un polo-shirt corriente y cero prendas para no llamar la atención, y unos tenis para estar cómoda. Lo último fue un error.
LA FILA
Éramos cuatro mujeres. Tres hermanas, entre ellas la madre del preso, y yo. Llegamos a los predios de La Victoria a eso de las 10 AM, y mientras buscaba donde estacionarme, no pude evitar notar la larga fila de mujeres esperando para entrar. Al ver la fila, me pregunté si en la cárcel de mujeres, la fila es tan sólo de hombres. Pensé que saldríamos de noche de allí, pero mis compañeras de viaje me dijeron que no me preocupara, que la fila avanzaba rápido. Su experiencia no era improvisada, pues así mismo fue.
En la fila pude apreciar todo tipo de mujeres. Mujeres como mis acompañantes, que iban a visitar a un familiar, jóvenes, mayores, evangélicas, católicas, bonitas, feas, gordas y flacas; y también otras de un tipo que en el momento no pude definir, hasta que mis compañeras me aclararon que no todas las mujeres en la fila tenían necesariamente un ser querido en la cárcel. Eran mujeres de la calle que aparentemente descubrieron que “buscarse la vida” visitando la cárcel de hombres era mucho más productivo que hacerlo en las calles. Todas, a su manera y de acuerdo a su nivel social, acicaladas, con sandalias que dejaban ver sus uñas arregladas de salón. Unos minutos más tarde descubrí por qué.
Las religiosas, fueran evangélicas o católicas, vestidas con faldas largas y algún libro bajo el brazo, presumiblemente una Biblia, no tenían que hacer fila. Tampoco las embarazadas. Pero como era de esperarse, fui testigo de algunas que se disfrazaban de cualquiera de estas condiciones para evadir la interminable fila bajo el implacable sol. Algunas se salían con la suya, otras eran enviadas a la cola, pero no parecía importarles. Pareciera como si se dijeran a sí mismas –“esta vez me agarraron, la próxima vez no”.
Mis compañeras me habían advertido de varias cosas. Entre ellas de que había que ir con mucho menudo para dar a los presos, que con 10 pesos se contentaban. Me advirtieron de que todo cuesta, incluyendo cambiar 100 pesos a menudo, pues el cambiador, que circula por la fila “buscándosela” sólo te devuelve 90. De que no se puede entrar con celulares, y que si lo llevas, tienes que pagarle a alguien que se dedica a guardarlos por una módica suma, por supuesto. Sin embargo, no me advirtieron, por lo menos, no a tiempo, de que no es permitido entrar con tenis. Todo el mundo en chancletas. ¿La razón? en los tenis puedes esconder drogas.
Al lado y a todo lo largo de la fila funciona una especie de mercado, en donde venden desde comida hasta ropa, y sobre todo, chancletas. En realidad, las alquilan, pero también las puedes comprar. Por estándares de higiene, escogí comprar unas, nada atractivas para mi gusto –por cierto, pero que entendía harían la función. Pero estaba negada a usarlas, pues sentía que si me quitaba los tenis estaría desprotegida. Demasiado cerca de un suelo que no quería que mi piel tocara. Algunas de las mujeres de la fila me incentivaron a hacerme “la chiva loca”, diciéndome –“no te preocupes, como tú te ves decentica y fina, a lo mejor no te los hacen quitar”. Me agarré de eso y pensé que me saldría con la mía, pero por si acaso, llevaba mi par de chancletas nuevas, o al menos, eso prefería pensar. En ese momento, no me percaté que mi conducta no tenía nada de diferente a la de las que pretendían ser religiosas o embarazadas.
En la fila también me contaron que no te dejan pasar si tienes el período, pues también en las toallas sanitarias pudieras llevar droga. El tiempo en la fila transcurrió rápido y entretenido. Algunas iban contando anécdotas, haciendo chistes, la mayoría irrepetibles, de esos que te hacen primero abrir los ojos de espanto y luego reír, o simplemente quejándose de las reglas y requisas por parte de los policías, cuando son ellos mismos –decían ellas- que introducen las drogas a lo interno de la cárcel. Durante todo el tiempo en la fila, se escuchaba la voz estridente de una señora evangélica predicando. “Es una buena predicadora” –pensé. Pero nadie parecía hacerle mucho caso. Ella era un aditamento más de la fila. Parte del proceso para entrar. Como una música de fondo a la que nadie le presta atención.
LA REQUISA
Mis compañeras, un tanto preocupadas por mí y mi candidez, se ocuparon de darme todos los detalles de la manera en que revisan a las mujeres antes de dejarlas entrar al recinto. Ellas, como si fueran madres celosas de la inocencia de una hija, lamentaban no tener el poder para evitarme ese trago amargo. La verdad es que nada de lo que me contaron pudo haberme preparado para lo que experimenté.
Mientras la fila se acercaba al lugar de la requisa, mi corazón comenzó a latir aceleradamente. Estaba asustada. Un poco por estar fuera de integridad con el tema de los tenis, otro tanto porque me acercaba al momento de la verdad. Pasamos primero por un pasillo donde revisan las pertenencias (bultos, fundas, carteras, etc.) y luego entramos a un cuarto en donde evidentemente sucedía la principal revisión. Había mujeres vestidas de uniforme militar verde con la insignia de la D.N.C.D. sentadas en sillas pegadas a la pared. Eran por lo menos 15 mujeres. Entrabamos en grupos de no más de 5 visitantes. Una de las guardias me llamó –“Amiguita, venga por aquí”, y me hizo una pregunta que jamás olvidaré. “¿Ya le chequearon su ….?” – me dijo, utilizando una palabra que comúnmente usamos las madres con nuestras hijas pequeñas para referirnos a la parte privada. La palabra en sí no era mala; yo la uso todos los días con mi hija para asegurarme que se ha aseado bien; pero escucharla en ese contexto fue como si me hubiesen dado un trompón.
Sin muchos miramientos, me pidió que me bajara el pantalón y también la ropa interior. En ningún momento me tocó, pero no por eso dejé de sentirme ultrajada, pues tuve que abrir mis piernas para que ella pudiera ver. Luego tuve que levantarme la blusa y también los brassieres. Pero el mayor ultraje no fue ése. Después de eso, la guardia tuvo el descaro de pedirme “algo para el refresquito”. No le dije nada, pero la expresión de mi cara le estaba gritando –“Pero bárbarasa, me hiciste desnudar!?” A pesar de mi indignación, le di algo del menudo que había cambiado en la fila, pensando que entonces quizás obviara el asunto de los tenis. Pero que va. No fue así. Tuve que quitarme los tenis, ponerme mis chancletas “nuevas”, y devolverme varios metros a dejarlos a alguien que a cambio me dio un ticket de papel que apenas se le veía el número.
Me tomé unos segundos para tomar una respiración profunda y componerme. Estaba medio en shock. Pero he aprendido que cuando algo no te funciona, trabaja para inventarte un cuento en tu mente que te funcione. El cuento que me inventé es que esas guardias son unas infelices que apenas le pagan por hacer su trabajo, y que así como para mí fue chocante la primera vez que me requisaron, de seguro, para la que me revisó, también lo fue la primera vez que tuvo que requisar a otra mujer. Para ella, ya era una rutina, como lo es para un ginecólogo. Ahora, definitivamente, el contexto lo es todo.
LA BIENVENIDA
Finalmente ya estábamos dentro. Entramos, o más bien, salimos a una especie de patio interno, en donde estaban mezclados presos y visitantes. La única manera de distinguirlos, aparte del sexo, era por la vestimenta. Todos llevaban bermudas. Ya sabía que por cuestiones de seguridad a los presos no se les permite llevar pantalones largos. Parecía como si estuvieran en un parque cerca de la playa. Absurdo, pero mi candidez hizo que eso fuera lo primero que pensara.
En algún momento me pareció estar en el aeropuerto en donde cuando sales tienes dos filas de personas a ambos lados dándote la bienvenida. La mayoría te pedían dinero, pero no como mendigos, ni tampoco con exigencia. Me atrevería a decir que pedían con cierta dignidad.
Pronto mis compañeras fueron reconocidas por unos presos. Fueron saludadas con mucha amabilidad. “Mi amiga” – le decían, e inmediatamente comenzaron a espantar a los pedilones, a abrirnos paso y a escoltarnos hasta donde se encontraba nuestro visitado.
Caminamos por varios pasillos abiertos y cerrados. Me pareció entonces que estaba como en un mercado de Villa Consuelo. Había de todo, y todo ingeniosamente improvisado. Casetas que servían de colmados, en una esquina una silla y un espejo con un letrero que rezaba “Peluquería Juan” y más abajo “No Fio”. Chineros, vendedores de comida, una especie de ferretería, un taller para arreglar efectos eléctricos, mayormente abanicos, radios y televisiones. Vendían de todo. Pica pollo, comida china, longaniza, etc.
Los presos, en su mayoría, se veían bien vestidos con sus bermudas, y para mi sorpresa, aseados. Prácticamente todos con celulares, lo cual por supuesto, me hizo cuestionar la prohibición para los visitantes de no poder entrar celulares. En ningún momento, mientras estuve dentro, vi un policía; por lo menos, no visible a mi vista. A lo mejor, estaban de incognito. Pero a pesar de eso, no había bien dado unos cuantos pasos, cuando comencé a sentirme segura. Otro absurdo, lo sé; pero la verdad es que en ningún momento estando dentro sentí mi integridad física amenazada. Contrario a la idea que me había hecho, en ningún momento escuché un piropo, ni decente ni indecente por parte de ninguno de los presos, como es de esperarse de hombres dominicanos encerrados sin ver una mujer todos los días; ni siquiera una mirada retorcida, ni siquiera una palabra descompuesta. Todo lo contrario, sus miradas eran totalmente neutras, como si nosotras formáramos parte de su entorno, y sus palabras, amables. Más adelante, en una conversación con mi visitado, me atreví a comentarle que me extrañaba el respeto con el que se conducían los hombres, y él me respondió –“Ah, es que aquí las visitas son sagradas; el que se mete con una visita se la ve feo, primero con los policías y luego con nosotros mismos”. Fue una sorpresa agradable y lo que más me impresionó de mi visita a la cárcel.
EL CUARTO
Pedí a mi visitado que me diera un tour. El me llevó por todos lados. Primero me llevó a donde “vive”. Lo pongo entre comillas porque la verdad es que no sé cómo alguien puede vivir así. El me mostró su morada con una satisfacción incomprensible para mí. Es un cuarto, por así decirlo, encima de otro cuarto. Como una especie de mezzanine al cual para subir hay que utilizar una escalera improvisada hecha de palos. En realidad no es un cuarto, es más bien como una caja. Las divisiones son de cartón. Allí mi visitado tiene una colcha, que le sirve de cama, un abanico pequeño, a los pies de la “cama” un pequeño fogón con una ollita, un plato, un vaso y una cuchara. En la cabecera de la “cama”, una tabla que le sirve de estantería para poner su ropa, doblada a la perfección. Se acostó en la cama y extendió los brazos hacia el techo; en realidad, no los extendió del todo, porque sus manos tocaron el techo antes de que pudiera extenderlos completamente. Pareciera que vive en una caja de muerto. El forró el techo con una sábana blanca para hacerlo ver “más bonito” –me dijo. Pero lo que pasa con el techo es que tiene rastros de múltiples incendios.
No entendía por qué mi visitado me mostraba su “casa” con tanta satisfacción. No tardó en explicármelo. En realidad, no era satisfacción, sino agradecimiento. Me contó que era dichoso de contar con ese espacio, por el cual paga 250 pesos semanales, porque la alternativa es dormir en el suelo del pasillo, en donde los demás reclusos te pisan de noche para llegar al baño y a veces hasta te mojan, no de maldad, sino accidentalmente, y no siempre de agua.
El baño está prácticamente al lado de su cuarto. Me pareció extraño que no oliera. Yo soy una experta en detectar olores desagradables a 1 km de distancia. Sin embargo, me olía a limpio. El me dijo que es que tienen un “síndico”, que es otro preso al cual cada preso le paga 10 pesos para mantener el baño limpio. No vi basura, ni suciedad, sí mucho deterioro, improvisación y sobre todo, mucho ingenio. “¿Qué es lo que los presos no inventamos?” –me dijo uno.
EL PLAY
Luego me llevaron al play. Mis compañeras de viaje me explicaron que ahí es que van a sentarse en el suelo a pasar el rato con su visitado. Nos sentamos en una especie de acera y allí comenzamos a compartir. Varios compañeros de mi visitado se fueron acercando y por un momento, olvidé que estaba en la cárcel. Bromas, cuentos de cosas que pasan en la cárcel, de todo lo que inventan, incluyendo, para mi sorpresa, vino. Me contaron que ahí adentro hay de todo y que lo único que extrañan es una “fría”. Ya era la hora de comer y algunos me relajaron diciéndome que si no quería un chin del “chau”. “¿Qué es eso?” –pregunté. Jajajaja! Me hicieron reír. El “chau” es la comida que la cárcel provee para los presos en el comedor. Pero en realidad, la mayoría se cocina su propia comida, porque al “chau” no hay quien le entre. Uno hizo una broma que si te dan con un pegote de arroz del “chau” en la cara, es peor que recibir una galleta. Ellos se burlaban, pero de una manera sorprendentemente sana. Hasta, en vez de quejarse, justificaban la condición de la comida con un razonamiento muy lógico. –“Es que imagínese, esos pobres cocineros, por más que traten de que la comida quede buena, no hay manera, cocinando para tanta gente”.
Yo, como es natural, hice muchas preguntas. Ellos la contestaban todas, entusiasmados con hablar conmigo. Yo me escandalizaba, luego reía, luego me daban ganas de llorar. Un joven me contó su historia. Estaba allí por intento de robo a un banco. Un muchacho. Me contó todas sus vicisitudes, incluyendo cómo los demás miembros de su banda lo intentaron matar, cómo lo agarraron y cómo lo torturó la policía con métodos que ni en películas había visto. Tenía un libro en sus manos, y una mascota donde anotaba reflexiones sobre el libro. No era educado, pero sí inteligente. No era bueno tampoco, y lo peor es que lo reconocía, y me decía en lenguaje bien callejero:
–“¿Usted cree que nosotros vamos a salir buenos de aquí? No, de aquí salimos peor, porque es que aquí adentro hay de todo, peor que en la calle. Aquí nos llenamos de odio, y lo primero que queremos hacer cuando salimos es vengarnos de las personas por quien supuestamente estamos aquí. Porque, usted sabe cómo es, uno siempre le echa la culpa al otro de su desgracia”.
Lo decía con una conciencia que me asustaba. Como si él no tuviera otra opción más que seguir ese sistema torcido. Y agregaba:
–“Además, ¿quién me va a dar trabajo a mi? Ya yo la maqué, y no tengo de otra que seguir haciendo lo mismo”.
Mi conversación con ese muchacho me hizo sentir muy triste, pero al mismo tiempo esperanzada, porque pensé que si él era capaz de hacer todos esos análisis de su realidad, quizás también pudiera ser capaz de cambiar. No intenté disuadirlo, sólo le hice muchas preguntas y él las contestó todas con total honestidad y hasta con un poco de frialdad. Le prometí traerle libros. Me dijo que me lo agradecería mucho, y me dijo –“A mí no me gustaba leer, pero usted sabe, aquí lo que más hay es tiempo que matar”. Enseguida, mi mente comenzó a idear un plan de cómo hacer llegar libros a los presos.
Cuando le pregunté que por qué escogió la delincuencia, hizo un silencio, miró hacia el piso y se sonrió, luego me miró como diciéndome “está entrando en un terreno sagrado”. Me miró por un momento a los ojos antes de empezar a hablar, luego desvió la mirada hacia el horizonte y me dijo:
–“Por mi vieja. Es que yo quisiera poner a mi vieja bien, que no tenga que trabajar más nunca en su vida, construirle una casa propia y montarla en una jeepeta”.
Si no fuera porque mientras esas palabras salían de su boca, noté que se le aguaron los ojos y por primera vez durante toda la conversación abandonó su frialdad y postura de “nada me importa”, hubiese pensado una de dos: o “¡Qué muchacho éste tan bruto!” o “A otra con ese cuento”. Por increíble que parezca, ahí mismo le sonó el celular. Era su mamá.
LAS IGLESIAS
Otra cosa que me sorprendió es que en La Victoria en cada esquina hay una iglesia. Algunas bien improvisadas, otras muy bien equipadas con equipo de sonido y todo. Era una mezcla extraña, porque por todas partes se escuchaba a alguien predicando, o a alguien orando, o cantando. La mayoría eran evangélicas, de prácticamente todas las denominaciones, y todas, para mi agrado, llenas. Me hizo ver que al menos unos cuantos están ávidos de encontrar un camino, una verdad, de agarrarse de algo, y que mejor que la fe.
LOS COLOMBIANOS
En mi recorrido me llevaron al área en donde están los “riquitos”, los “colombianos”. Una diferencia del cielo a la tierra. Todo más organizado y limpio. Celdas no hechas de cartón ni nada por el estilo. Cada celda tenía una especia de cortina que se abre por el medio con un zipper. Ingenuamente, pregunté por qué estaban todas cerradas. Se burlaron de mi. Dah!! Es día de visitas.
En ese sector estaban todos los extranjeros, y qué extranjeros! No sólo eran más blanquitos que el común de los dominicanos, sino que también era del tipo que a cualquier mujer le haría voltear la cara en la calle. Muy apuestos. Estaba sorprendida. Mis compañeras me relajaron diciéndome –“Mira a ver si te levantas uno; tienen muchísimo dinero”. Todas nos reímos del absurdo, y siguieron contándome como algunas mujeres van a visitar simplemente para buscarse un “buen partido”, y de cómo la semana anterior, dos mujeres se peleaban por un preso. Increíble! y espeluznante también!
EL PASILLO “A”
Algo que no podía dejar de hacer en mi recorrido por La Victoria era visitar el Pasillo “A”, y en ese pasillo, la celda No. 2. Ahí estuvo el hombre inocente que originalmente puso en mi corazón hacer esta visita. Pensé que ése sería el momento en que me quebraría en llanto; sin embargo, no fue así. Por la bondad del corazón de ese hombre que en el 1984 ocupó ese espacio, mi corazón está en paz. Y es que todo pasa por una razón. El tenía que vivir esa experiencia y yo desde mi hogar junto con él, para que hoy yo viviera esta nueva experiencia. O quizás para algo mucho más grande que lo que yo pueda ver hoy.
El escribió:
“EN LA CARCEL
No necesito un ángel que aparezca
para abrir mi celda.
Ni un terremoto que sacuda los cimientos
de esta cárcel.
Tengo lo que necesito ¡Gloria a ti!
La fe que mis mayores me inculcaron,
la seguridad interna
de que tus promesas no faltan.
No necesito más.”
La Victoria, D. N.
Pasillo A, Celda No. 2
14 de junio de 1984.